domingo, 22 de noviembre de 2015

La huella del demonio Forniellos






Piedra del hombre o piedra del demonio

Cuando Lucifer se comprometió a terminar en Segovia, a cambio del alma de la hija del procónsul romano, dispuso que todos los seres que componen su ejército infernal procediesen al arranque, transporte, labra y asiento de la piedra.

Uno de los diablos, llamado Forniellos, encargado con otros muchos del arranque y transporte se elevó, se elevó en el espacio y en lugar de tomar la dirección del Guadarrama, al Sur, voló con marcha vertiginosa, sin roce y sin ruido, hacia el Norte y, columbrado desde el Pajares el blanco macizo de Peñamayor, lo tomó por faro y guía, dirigiéndose hacia allí.

Cuando ya se acercaba a la montaña divisó a sus pies un poblado compuesto de rústicas chozas de madera y, quedándole tiempo con exceso para cumplir su cometido, concibió la idea de visitarlo en busca del alma de alguno de aquellos indígenas convertidos al cristianismo por el apóstol Santiago, a su paso para Galicia.

Bajó a tierra y tomando la figura de un apuesto mancebo, se encaminó al aduar. En los recuencos del valle resonaban los ladridos de los perros y el sonido de los cuernos de los pastores-guerreros que recogían sus ganados para ponerlos a salvo del ataque nocturno de las fieras que poblaban la foresta. Del hilo de plata que manaba de una fuente que había en la senda abierta en la maleza, llenaba su cántaro de barro una joven, hermosa como aquel paisaje, de faz melancólica como aquella tarde apacible, en que el sol, trasponiendo las cordilleras de Occidente, iba a ocultarse llevando los encantos de la aurora a regiones remotas desconocidas.

Sobre los pequeños ojos negros del viajero se posaron, inquisidores, los grandes y azules de la joven, que no pudiendo resistir el fulgor intenso de los de aquél, cerró, ruborizada, los suyos.

–Vale, hermosa –le dijo él.

-Bienvenido  a esta braña -contestó ella. Y agregó con temor:

-¿Eres romano?

-No; soy de las montañas que allá ves -dijo, señalando al Sur.

-Temí por ti. Los del llano han hecho la paz con los romanos, pero los de la montaña no pagaremos jamás tributo al extranjero. Ven, si eres astur te daremos alojamiento.

Ella contó que era hija única de Antón García, jefe de la tribu y terrible guerrero, que se hallaba ausente comerciando con los habitantes del valle. Aquella noche la pasaron en amoroso coloquio y, aunque él pretendía proseguir su camino, Gadea, -así se llamaba la joven- le retenía; que alguna vez las mujeres imponen su voluntad hasta al diablo.

Ya la blanca aurora asomaba por el Oriente, rasgando las brumas de la noche, cuando Forniellos se despidió de Gadea.

-¿Volverás? -decía ella.

-¡Sí, volveré! -contestó. Y tomó la dirección de Peñamayor.

En un momento llegó al macizo, en dos manotazos arrancó una gran peña y, cuando ya la llevaba por el aire, recibió en una onda, como en radiograma, la noticia de haber llegado la hora estipulada para terminar el puente. Un relámpago rasgó el aire y la piedra fue a caer sobre la ladera, empotrándose en la tierra.

Furioso Forniellos huía veloz, cuando vio a la hija de Antón García, que, enamorada, venía en su busca; y al ver de nuevo aquella hermosura de Serafín, como él había sido, y que los ángeles malos envidiaban, se sintió desarmado y, tomando otra vez la figura humana, se dirigió a la joven que caminaba por una senda practicada al borde de espantosa sima.

-¡Cómo tardabas! -decía ella.

Y cuando Forniellos rodeaba el talle de la enamorada vio brillar una cruz de oro entre los corales que adornaban aquella garganta alabastrina. Un alarido espantoso, terrible, retumbó en el espacio y los dos cuerpos abrazados, desaparecieron en el fondo de la sima. Poco después, de la concavidad oscura, subía graznando un cuervo, que remontándose, voló hacia el Sur.

Cuando Antón regresó de su excursión y supo la desaparición de la hija amada, su desesperación no tuvo límites. Aquel hombre, acostumbrado a combatir con los hombres y a pelear con las fieras, se acobardaba, ahora, al tener el destino como enemigo, y como un niño lloró amargamente la ausencia de Gadea.

Mandó gente en su busca con orden de registrar los montes y los valles, las cuevas y los abrigos. Él mismo recorría el terreno llamándola desde los cerros y desde los picachos con voz triste por la desventura: ¡Gadea! ¡Gadea!... Nadie contestaba. Solo las cavernas y las concavidades del valle volvían el eco apagado repitiendo: ¡Gadea! ¡Gadea!.

Al cabo de algún tiempo un pastor encontró en el río, a la orilla de un pozo airón que sirve de recipiente a una cascada, los corales con la cruz de oro de Gadea, y allá fueron Antón y sus hombres a sondear aquel pozo angosto, oscuro, de profundidad desconocida, en busca del cuerpo de la infortunada.

Desde una meseta de la roca que avanza sobre el río miraba Antón García, sombrío, taciturno, los trabajos investigadores y al convercerse de la inutilidad del registro dijo:

-Adiós, amigos míos, para siempre.

Y se arrojó al agua, desapareciendo entre las aguas que al remolinarse formaban blancas burbujas que pronto se disolvieron.

Algunos años después, muchos quizá, sobre el otero que domina el llano donde se asienta el cabañal, se erigió una ermita a Santa Gadea, cuyo nombre conserva la aldea. El bloque se llama Peña del Hombre y también Peña del Diablo; la sima lleva el nombre de Forniellos y el de Antón García el pozo que sirvió de tumba a este indómito astur, tan celoso de la independencia regional.”

Texto: V. Canteli (1958)